jueves, 18 de abril de 2013

Nomeolvides




Nomeolvides

Toda mi vida he pensado que todos esos rollos ñoños de amor eterno que supera todas las barreras no existían en la vida real, que sólo eran historietas que se inventaban los escritores para entretener a sus lectores y que, por tanto, solamente ocurrían en los libros y los cuentos infantiles. Pero hace un tiempo, tuve una experiencia, hermosa y espeluznante a la vez, que me hizo cambiar por completo mi forma de pensar sobre ese aspecto.

No me preguntéis cómo ni por qué, pero aquella noche acabé frente a las puertas del viejo cementerio de mi pueblo. Las puertas estaban oxidadas y las bisagras chirriaron cuando las empujé. El candado estaba roto, por lo que logré abrirla sin mucho esfuerzo.

Vagué por el interior del cementerio sin un rumbo fijo, mirando las viejas y descuidadas tumbas y preguntándome si en cualquiera de ellas descansaría el cuerpo de alguno de mis antepasados. Era  bastante probable, ya que mi familia había vivido en este pueblo por siglos. Continué caminando durante no recuerdo cuanto tiempo, sumida en un extraño estupor, hasta que mis patosos pies tropezaron con algo y caí al suelo, golpeándome la cabeza. Todo se volvió negro y, cuando desperté, todo lo que recuerdo es que estaba terriblemente asustada. En ese momento me arrepentí de haber abierto las puertas de aquel cementerio abandonado, pero, ahora que lo veo desde otra perspectiva, creo que fue el destino el que me llevó hasta allí.

Mi cabeza reposaba sobre una piedra, que, sospechaba, era la que había causado que me desmayara. Todo estaba oscuro a mi alrededor y sólo se veían las lápidas cubiertas de musgo, que brillaban tenuemente bajo la luz de la luna, proyectando largas y sinuosas sombras sobre la descuidada hierba. Ruidos nocturnos típicos de una película de terror se escuchaban por todas partes, causándome escalofríos. Un lobo aullaba a lo lejos, en el bosque que rodeaba la montaña, con un sonido triste y melancólico. Susurros lastimeros del viento llenaban el aire y tuve la sensación de distinguir voces humanas entre ellos.

El sonido de pisadas sobre el césped me obligó a volver la cabeza hacia el lugar del que procedía. Mis ojos se abrieron con horror cuando vi que la hierba se movía, como si estuviera siendo pisada. El único problema era que no había nadie que pudiera causar ese movimiento, no alguien visible, al menos.

Intenté levantarme y correr, pero en ese momento ocurrió algo que me congeló por completo. Lejano pero claro, escuché el susurro de una voz.

-Carolina…

Incapaz de moverme, observé aterrada como aquellos extraños pasos se acercaban a mí, lentos y seguros. A partir de aquí, todo está muy confuso en mi memoria, no sé si el miedo y la imaginación le jugaron una mala pasada a mi mente, pero estoy casi segura de que no fue así.

La persona invisible que, estaba empezando a sospechar, era el fantasma de alguien enterrado en aquel cementerio, dejó de caminar, quedándose sólo a unos pasos de mí. Contuve la respiración cuando una forma blanca y brillante apareció, causando que mis ojos se entrecerraran por la repentina claridad. Aquella luz tenía la silueta de un hombre, pero estaba muy borrosa y no podía distinguir los detalles.
La forma se hizo más clara y pude ver unas facciones finas y un cuerpo delgado pero fuerte bajo unas ropas que parecían militares. Cuando el rostro tomó la suficiente nitidez, pude ver que aquel fantasma, o lo que fuera, había sido muy guapo en vida.

Cualquiera pensaría que era estúpida por quedarme allí sentada y no salir huyendo de aquella extraña escena, pero algo en mi instinto, que estaba empezando a dudar que funcionara correctamente, me decía que me quedara, que tenía que ver lo que allí ocurría.

El chico fantasma se inclinó sobre mí y fue entonces cuando vi que llevaba algo en la mano derecha. Cuando se arrodilló en el suelo, pude ver lo que era. Una flor. Una simple pero hermosa flor con un tallo largo. El fantasma se inclinó aún más, sus ojos fijos en algo que había… detrás de mí. Continuó acercándose, lentamente, y, cuando ya creía que iba a chocar con mi cabeza, me… atravesó. Un escalofrío recorrió mi espalda, seguido por una ola de calor. Cerré mis ojos y, cuando los abrí, yo ya no estaba en el viejo cementerio, sino con… el chico fantasma. Sólo había una diferencia: el era de carne y hueso. Había algo aún más extraño en todo aquello y era que… yo estaba besando a aquel chico, en la boca. Había un profundo sentimiento en mi pecho mientras lo besaba, era cálido e intenso, era… amor.

De repente todo se volvió negro y cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, vi al chico fantasma de nuevo, pero, esta vez, yo no lo estaba besando y tampoco era un fantasma de nuevo. Llevaba puesta una ropa un poco anticuada compuesta por un chaleco encima de una camisa y unos pantalones de tela. Supuse que era la moda de su época, que debía de ser principios del siglo XV. Estábamos en un cementerio bien cuidado, con las lápidas brillantes y la hierba bien recortada. Se parecía mucho al cementerio nuevo de mi pueblo, pero intuía que no era ese, sino el antiguo cementerio en el que me encontraba antes de tocar al fantasma. El joven estaba arrodillado en la hierba, inclinado sobre una lápida y con algo en su mano derecha. Algo brilló en el aire antes de caer al césped y me pareció… una lágrima. El chico depositó el objeto que tenía en la mano sobre la lápida y después se marchó, permitiéndome ver lo que era. Una flor exacta a la que llevaba el fantasma, con un pequeño papelito colgado del tallo. Todo se desvaneció de nuevo antes de poder aproximarme a la lápida y cuando volvió a aparecer, presencié otra vez la escena anterior. Este esquema se repitió otro par de veces; el chico fantasma, cada vez vestido con una ropa diferente, se arrodillaba contemplando la misma tumba y luego se marchaba, dejando una hermosa flor azul con una nota colgando de su tallo sobre la lápida. Cuando creí que iba a presenciar la escena por quinta vez, algo cambió. Seguía encontrándome en el cementerio, pero esta vez era de noche. Un inmenso cielo lleno de estrellas cubría mi cabeza y distinguí una forma blanca y brillante que se acercaba desde lo lejos. La forma se paró frente a una de las tumbas del cementerio y depositó en ella una flor azul de cuyo tallo colgaba una nota.

Fue entonces cuando supe que aquella forma blanca era el chico fantasma, que había seguido repitiendo su tradición incluso después de muerto.
Abrí los ojos y tomé aire, sintiendo que había estado conteniendo las respiración durante mucho tiempo. Parpadeé para despejarme, pensando que todo lo que había visto aquella noche era sólo un sueño.

Todo a mi alrededor estaba oscuro y no había rastro del chico fantasma por ninguna parte. Me incorporé, sacudiendo la cabeza al darme cuenta de que mi imaginación me había jugado una mala pasada, pero entonces mis dedos rozaron algo suave.

Levantándome, tomé el objeto y lo puse a la luz. Era una hermosa flor azul con un largo tallo. Pero había algo más, de ese tallo pendía un pequeño trozo de papel atado con un lazo. Cuando leí lo que había escrito en aquel trozo de papel, mi corazón dio un vuelco:

No me olvides.

Dejando la flor donde la había encontrado, me incliné sobre la lápida en la que había estado apoyada mi cabeza momentos antes. Aparté con la mano el musgo que cubría la inscripción que había grabada en ella y me acerqué aún más para poder leerla.

Carolina Castro

No me olvides

Al día siguiente comencé a investigar sobre el fantasma y aquella tal Carolina Castro.

Cuando introduje en el buscador aquella frase que había visto tanto en el papel como en la inscripción de la lápida, mis ojos se toparon con algo que me sorprendió. En el apartado de búsqueda de imágenes, aparecía una foto de una pequeña pero hermosa flor azul, la misma flor que el chico fantasma había llevado a su amor al cementerio durante toda su vida e incluso después de su muerte. Pinché en la foto y entré en la página de la que procedía. En la parte superior, con letras grandes y subrayadas, estaba escrito el nombre de aquella preciosa flor: Nomeolvides.

Leyendo el artículo que acompañaba a la imagen, me di cuenta de que aquel era el nombre popular que se le había dado a aquella flor azul, pero que nadie excepto yo y la persona que se lo puso sabía acerca del origen de ese nombre.

Esta extraña experiencia me demostró algo; el amor más allá de la muerte no existe sólo en los cuentos de hadas.

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